-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!
Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta- se dijo.
Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario